domingo, 21 de febrero de 2016

MI SECRETO ES MI CONDENA

Capítulo 2

JULIA VISITA LA CÁRCEL

El lunes por la mañana, Julia se vistió con un traje de chaqueta gris con reflejos marrones, muy sobrio, y con una camisa blanca. Como siempre, el pelo recogido con un pasador, bolso y zapatos negros. Francamente delicada y elegante.
Condujo su coche hasta la cárcel, aparcó y se dirigió a la entrada, decidida a realizar su labor.
—Me llamo Julia Martín —se identificó ante los guar­dias—. El director me ha citado para que visite a un preso.
—El director no está, pero ha dejado el historial que usted necesita —respondió el agente—. Un celador la llevará a ver al recluso.
El agente llamó a otro compañero.
—Acompaña a la señora. Tiene que ver al preso 502.
El guardia llevó a Julia a una sala donde había una mesa vacía. Ella dejó el historial sobre la misma, y miró por un ventanal estrecho y alargado que daba a un patio bastante pequeño; fuera no había nadie paseando. Sintió que abrían la puerta, pero no se giró, siguió observando el exterior.
El recluso era un hombre alto, de pelo largo y barba; esta cubría bastante su rostro. Lo hicieron sentarse y Julia se volvió. Cuando aquel hombre la vio, abrió los ojos pero su boca permaneció cerrada, sin pronunciar palabra. A continuación, él bajó ligeramente la cabeza, impidiendo que ella viese su agónica mirada.
Ella, con firme voz, le dijo:
—Me llamo Julia Martín. Soy su nueva abogada y estoy aquí para revisar su condena. No me gusta usted, ni me gusta trabajar para un asesino de adolescentes, pero me lo han encargado y me debo a mi trabajo.
Él no habló. No quería que ella lo reconociera… pero Julia pronto lo sabría, cuando abriera su expediente y leyese su nombre.
¡Qué broma más macabra le estaba jugando el destino!
Ella miró el documento y lo vio: Óscar Ruipérez; se puso la mano en la boca para no gritar y, sin decir nada, ni una sola palabra, se fue hacia él y lo cogió por la solapa de su camisa.
—¡Maldito y mil veces maldito! Te alejaste de mí sin decir nada. Te esperé un día y otro. ¡Y te dedicaste a ma­tar adolescentes! ¡No me digas que eres inocente, porque todas las pruebas te culpan! ¡Eres un miserable asesino!
Él, con un gran dolor en el corazón, que por momentos le palpitaba más y más deprisa, se quería morir cada vez que ella le golpeaba el pecho con la rabia contenida por su intenso odio y desconsuelo.
Habló muy despacio, mirándola a los ojos, viendo el brillos de las lágrimas que se resistían a salir.
—Yo no maté a aquella niña. Puede que tú no me creas, pero te juro que yo no lo hice. No, Julia, no lo hice.
—¡¿Cómo que no?! Dejaste tu huella en el lugar del crimen, en una colilla tu ADN te delata, el testigo te vio y te reconoció. No voy a revisar tu condena, no podría estar viéndote, porque siento tanto odio hacia ti que… ¡No! ¡Renuncio, maldito asesino!
Julia cogió el bolso y salió deprisa, sin mirar atrás. Mientras, el guardia observaba extrañado a aquella mujer que, corriendo, atravesó el pasillo sin dar explicaciones.
Una vez dentro del coche, se quedó sentada con la cabeza sobre el volante. Lloraba amargamente, y estuvo así por un buen rato, luego sacó un pañuelo del bolso para secárselas lágrimas.
—¿Por qué? —se decía—. ¿Por qué, Dios mío, después de veinte años me encuentro de nuevo con él?
Había hallado a quien fue su joven amante, el que le había prometido amor sincero para toda la vida, y se había marchado aquella mañana, de su única noche de amor con ella… para matar a una indefensa adolescente.
Llamó a su oficina y le dijo a su secretaria, que le respondía al otro lado del teléfono:
—Carolina, me voy a tomar el día libre; si hay una urgencia me llamas, voy a estar en casa.
—De acuerdo, Julia, así lo haré. Adiós.
Cuando su amargado marido llegó al mediodía, solo recibió reproches.
—Te llamé a tu oficina y no estabas. ¿Qué tripa se te ha roto para no ir a trabajar?
—No acudí porque no me apetecía.
—¿Y desde cuándo no te apetece ir a tu despacho con lo eficiente que tú eres?
—Basta ya de controlarme, Ramón. Basta ya de controlarme a todas horas. ¡Basta ya!
Y Julia, casi fuera de sí y conteniéndose a duras pe­nas, decidió irse para la cocina.
Por la tarde llegó su hijo Íker y lo primero que ella hizo fue ir  a hablar con él en su habitación. El chico, extrañado, le preguntó:
—¿Qué te ocurre, mamá? Te encuentro nerviosa.
—Quiero hablar contigo de un asunto.
—Tú dirás, ¿qué es eso tan importante que tienes que decirme?
—Hace mucho tiempo que no me preguntas por tu verdadero padre.
—Sí, hace mucho. Me cansé de hacerlo porque nunca me dabas respuestas…
—Pues hoy tengo una noticia y una respuesta que darte. Yo nunca he sabido de él. Nada. Ni de su trabajo, ni de su vida. Se marchó de mi lado y nunca supe nada, hasta hoy.
—¿Qué quieres decir, mamá? ¿Ha vuelto ahora, después de tantos años?
—No, hijo, no ha vuelto. Pero tú me dices siempre que, cuando tenga noticias, te las cuente, sean buenas o malas.
—Sí, mamá, claro que quiero saber dónde está o qué ha sido de él. ¿Dónde lo has encontrado?
—En la cárcel.
—¿En la cárcel?
—Sí, hijo mío. Me contrataron para revisar una condena, y cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que tu padre era el asesino.
—¿Un asesino de verdad? —expresó el joven, en un estado de agitación y nerviosismo.
—Yo no sabía nada, hijo, él se marchó y nunca supe más de él. De eso hace veinte años. Me hubiera gustado no haberte dado esta mala noticia.
El joven se sentó. Aquello le había pillado desprevenido.
Julia salió del cuarto con su corazón dolorido, no podía cambiar el destino, ni suavizar lo que su hijo sentía en aquel preciso momento.

 En la cárcel, Óscar Ruipérez pidió cita con el director en su despacho.
—Ya no deseo que me revisen la condena —dijo una vez situado ante la mesa—. Y, menos aún, esa abogada; no la quiero ver más por aquí. Soy culpable de todo, yo maté a esa niña y no quiero salir de aquí.
El director, incrédulo por lo que escuchaba, no comprendía cómo era posible, cuando el preso llevaba veinte años diciendo que era inocente y que la justicia había cometido un grave error con él.
“Un hombre no cambia esa versión, si no es por una razón más poderosa que su propia vida”, se dijo a sí mismo.
Lo vio alejarse, triste y abatido. Se dio cuenta que aquel hombre había cambiado su actitud, sin duda dentro de él se escondía un secreto. El director se decía que ese cambio había tenido lugar a raíz de ver a Julia.
“¿Por qué?”, se preguntaba una y otra vez.

Tenía que llegar hasta el fondo de toda aquella situación. Saber por qué Óscar había cambiado tan de repente.

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