viernes, 12 de febrero de 2016

MI SECRETO ES MI CONDENA.



Capítulo1

LA FIESTA DEL ALCALDE


Diciembre del 2010

Cada año por Navidad las empresas invitaban a sus empleados a un almuerzo o cena. Así celebraban las fiestas y daban por cerrado, simbólicamente, el año que estaba a punto de terminar. De esta manera tan peculiar, cada gremio pasaba por los principales restaurantes de la ciudad.
Una de esas reuniones la realizaba el alcalde en el Ayuntamiento. Entre los invitados se contaba con la presencia, entre otros, del jefe de policía y del director de la cárcel, la cual se encontraba a treinta kilómetros de la capital. A esa fiesta fue invitada una abogada llamada Julia Martín. Una mujer de unos treinta y siete años, y casada. Su marido era contable en una pequeña banca. Tenía una hija de él y un hijo de una relación anterior. Julia era una mujer alta y elegante, su piel era blanca y en su rostro se dibujaban unas finas arrugas. Y en su mirada se reflejaba una gran tristeza que ella intentaba disimular con una bella sonrisa. Ante el espejo, poniéndose un collar de delicadas perlas blancas, su marido le dijo, agrio como siempre:
—No sé por qué te habrán invitado a esta horrible fiesta de políticos. ¿Qué se te ha perdido a ti allí?
—Ignoro el motivo, pero creo que es de buena educación corresponder aceptándola. Como también lo sería, por tu parte, no mostrar tan a menudo ese mal genio, que es a lo que me tienes acostumbrada.
—Te has vestido como una diva con ese traje negro marcándote las curvas —expresó él malintencionada­mente—. ¿A quién quieres engañar? O mejor dicho, ¿a quién quieres gustar, para después tirártelo?
Julia no quiso caer en sus provocaciones. No era la primera vez que su marido la insultaba y, aquella noche, prefería no discutir. Tenía mucha curiosidad, por tan extraña invitación.

Cuando llegó al Ayuntamiento, vio que el cóctel ya se estaba sirviendo. La gente charlaba muy animada y los camareros pasaban bandejas llenas de apetitosos manjares. Uno de ellos, al pasar, les ofreció una copa, y ella cogió una de vino tinto, al igual que su marido. Las señoras lucían sus mejores galas y los hombres, traje y corbata. Julia al que mejor conocía era al comisario de policía. Este, al verla, se acercó, dándole las buenas noches.
—Julia, gracias por venir —dijo besándola en las mejillas y se dirigió al marido, ofreciéndole la mano a modo de saludo—: Perdone, no le importa si le robo a su mujer un momento, ¿verdad?
El marido de Julia negó con la cabeza y ella acompañó al comisario.
—Voy a presentarte a una persona que tiene interés en conocerte. Es el caballero que está conversando con el alcalde. Su nombre es José Gutiérrez y es el director de la cárcel.
Ella observo al caballero que su acompañante le mostraba, el cual era un hombre alto, muy bien vestido con un traje azul oscuro y una camisa blanca, la corbata en un tono azul más claro, su pelo negro, y de penetrante mirada. “Un hombre muy atractivo”, pensó Julia.
Al llegar donde estaba, ella extendió su mano y sonriendo dijo:
—Mucho gusto en conocerlo, señor.
—El gusto es mío, señora Martín —expresó con voz ronca.
Ambos sonrieron.
—Quería hablar con usted. ¿Me acompaña?
—Por supuesto —aceptó a la vez que se excusaba con el comisario.
Una vez solos, en un lugar donde podían charlar sin ser molestados, el hombre le dijo a Julia:
—Señora, la he hecho venir esta noche para preguntarle si estaría usted dispuesta a revisar un caso, una condena. Es un asunto delicado; en aquel tiempo, todo un escándalo. Uno de esos casos que son llamados “de alarma social”; fue terrible, la verdad, todo el mundo quedó consternado. Hace ya veinte años de aquello, aun así estoy seguro que lo recordará.
Julia le miraba, escuchando con atención.
—La cuestión es que hay que revisar la condena, y mi deseo es que ese hombre no salga aún de la cárcel, porque cuando la prensa se entere y la familia hable del caso, seguro que protestarán por su excarcelación y esto generará nuevamente alertas sobre el tema.
—¿Qué crimen cometió ese hombre? —preguntó Julia más interesada.
El director se llevó la mano a su corbata, tratando así de buscar un punto de apoyo.
—Seguro que usted se acuerda —dijo—. Fue el caso de una adolescente a la que violaron y asesinaron cerca de aquí. Se llamaba Laura Ruiz.
—Sí, claro que lo recuerdo. La asesinaron en el Barranco del Lobo Negro, detrás de esas montañas. Yo vivía allí, con mi madre y mis tías; tenía la misma edad que ella.
—La cuestión es que, ese hombre, todavía jura, por activa y por pasiva, que es inocente. En veinte años no ha reconocido un solo día que fuese el autor del crimen. En este tiempo ha estudiado cuatro carreras, entre ellas, claro está, Derecho. Yo he analizado su historial y a mí me parece que todas las pruebas demuestran su culpabilidad: el ADN en una colilla encontrada al borde del precipicio, el coche blanco, que un testigo que afirma haberlo visto en el lugar, aunque el preso se excuse diciendo que se paró al borde del barranco para cambiar una rueda; esa persona dice que se acercó, le preguntó si necesitaba ayuda y él le dijo que no.
La abogada escuchaba cada detalle.
—No sé de qué manera se puede evitar que salga —afirma—. Ha pasado más años en la cárcel de lo debido, puesto que por cada carrera le corresponde una rebaja de unos meses y no se la hemos concedido; la última que ha realizado es la de Medicina. No sé por qué estudia alguien para salvar vidas, cuando anteriormente las ha quitado.
—Usted dice que ese hombre ha estudiado para reducir su condena. Pero ¿por qué médico? —preguntó Julia.
—No lo sé. No sé por qué. Sea como fuera, mi intención es que usted haga lo posible para que ese hombre no salga de prisión.
—Entiendo, pero él ha cumplido su condena. Hemos de comprender que ya ha saldado su cuenta ante la justicia.
—Sí, señora, es cierto lo que dice, pero los periodis­tas están siempre al acecho. Las televisiones, la familia… cuando se entere, sin duda, habrá un linchamiento mediático. ¿Cree usted que la sociedad le ha perdonado? ¿Que la familia le ha perdonado? No, Julia. Irán a todos los medios, sabrán cómo vender otra vez esta historia. Él tiene que seguir donde está. Julia, usted debe revisar el caso con detenimiento, fleco por fleco, para hallar la manera de evitar que salga libre.
Julia quedó contrariada tras la conversación. Pen­saba que, después de veinte años, el recluso tenía derecho a salir. Su deuda con la justicia y con la sociedad estaba liquidada. No le gustó que le ofrecieran el caso, pero sentía mucha curiosidad y eso la hizo aceptar.
—Si usted puede, vaya el lunes a ver al preso. Pregúntele, escuche qué dice y valore los puntos de su condena, analice todo lo que venga de él. —Hizo un alto y cambio de tema—. Pero ahora, vayamos con los demás y disfrutemos de la noche.
Julia fue a buscar a su marido. A este se le notaba enfadado por la excesiva espera. Tomaron una copa y se despidieron dando las buenas noches, excusándose por tener que irse pronto. De vuelta, Ramón Rojas, su marido, volvió a provocar a Julia:
—¿Qué tal con el director? ¿Ya habéis quedado para ir a la cama?
—¿Por qué me insultas? —respondió ella indig­nada—. Sabes muy bien que con ese hombre no tengo nada, que solo se trataba de una cuestión de trabajo. Siempre insinuando, ¿no te cansas una y otra de vez lo mismo? ¿Cuándo vas a hacer callar tu lengua malévola en contra de mí?

Ella no dijo nada más, no deseaba discutir, solo quería pensar en el trabajo que tenía por delante, centrarse en sus cosas. Sabía que su marido había adquirido el hábito de despreciarla, y que lo mejor era guardar silencio y hacer oídos sordos a lo que él dijera.

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