jueves, 24 de diciembre de 2015

SUCEDIÓ EN MADRID

AQUÍ TENÉIS EL FINA DE MI RELATO:
                  FELIZ NAVIDAD 

Título: Cuentos y relatos
Autor: María González Pineda
Editorial: Autopublicado
Género: Antología: contiene 7 relatos.
Número de páginas: 78.

Precio: Versión kindle Euros 3,15 /Venta en Amazon.
Este es un relato para todos mis seguidores. El veintisiete podre el desenlace de este relato. Dicen todos los que lo ha leído, que es un diamante, que pena no haber sacado una novela más extensa, yo lo escribir y no pensé en nada. Este es Mi regalos. Os deseo Feliz navidad.




Se duchó, recogió todo y salió de la habitación. Se despidió del empleado de la recepción y al chico que le trajo su flamante coche negro le dio una propina. Se puso en marcha y salió de Madrid.
El viaje fue tranquilo, sin sobresaltos, hubo poco tráfico en la autopista.
Casi a las nueve de la mañana entró en su pequeño apartamento del pueblo, en el refugio de su inspiración. Se sentó en su sillón y se quedó pensando en lo que le había sucedido.
Sin darse cuenta, estuvo más de una hora sentado, pensando, sintiendo, asombrado de que tanto pudiera ocurrir en un solo día. Decidió llamar a su amigo por teléfono, que no tardó en llegar.
Era muy rubio, de ojos azules, guapo y alto, delgado. Apenas entró, le preguntó a Alejandro:
―¿Cómo te ha ido en el viaje? Cuéntame del congreso. ¿Conociste a alguna escritora guapa?
Alejandro suspiró antes de contestar:
―No acudí a ese congreso.
―¿Cómo que no, por qué?
Con generosos detalles, deteniéndose cada vez que la emoción lo interrumpía impidiéndole continuar, le contó lo que sucedió en Madrid.
El amigo se extrañaba cada vez más de aquella historia que parecía sacada de una novela rosa.
―¿Y qué piensas hacer, la vas a escribir?
―Creo que sí, que me pondré enseguida a hacerlo.
―Bueno, amigo, entonces te harás invisible por algún tiempo, supongo que por eso no podré verte.
Se despidieron con un abrazo, y acordaron encontrarse cuando él terminara de escribir su historia.
Cuando se quedó solo, pensó detenidamente en cómo encauzarla, cómo podría salirle más natural, más humana, cómo transmitir a quienes la leerían el sentimiento y la emoción que en él aún perduraban. Sin pensarlo más, decidió dejar que fluyeran las palabras y comenzó a escribir su encuentro con aquella desconocida mujer.
Los días se sucedieron. A punto de acabar de escribir, Alejandro seguía dudando si mandarla o no a la editorial. Llamó a su amigo rubio para que leyera la historia y así pudiese ayudarlo a decidir. La reunión se realizó en el apartamento del escritor. Cuando el joven amigo terminó de leer, le dijo:
―No quiero pronunciarme, lo dejo en manos de tu editor.
Extrañado, Alejandro le preguntó:
―¿Es que no te ha gustado cómo he redactado la historia?
―No, no es eso, es que no sé cómo encajar esta terrible historia, me deja perplejo, ¿sabes? Es buena, no lo dudes, sé que es buena, pero tiene algo que me deja sin palabras.
Alejandro se quedó un poco aturdido. Era la primera vez que su amigo no le ayudaba, que no quería opinar sobre un escrito suyo.
Días después, envió el libro a su editorial y esperó la respuesta.
Pensó en la amiga que siempre estaba dispuesta a escucharlo. Quedaron en una cafetería. Era una chica alegre, cariñosa, de pelo castaño largo y ojos vivaces, muy agradecida a él por la ayuda que le había ofrecido cuando estudiaba periodismo. Ahora, con la carrera terminada, se alegró mucho de verle y le abrazó diciéndole:
―Alejandro, ¿cómo estás, mi niño?, qué alegría verte. ¿Qué tal te fue en el viaje a Madrid?
Él alguna vez había pensado en ella como candidata a recibir su amor, pero ahora era tan solo una buena amiga.
―Oh, ha sido una larga historia, Lara, después te cuento. Pero dime, ¿cómo te va, señorita periodista?
Ella le contestó entusiasmada:
―Ya tengo trabajo en un periódico, estoy haciendo poquito, pero el director me ha dicho que muy pronto me mandará a hacer reportajes en el extranjero.
―Cuánto me alegro de que te vaya bien y que puedas ejercer el periodismo de investigación, querida amiga, pues esa ha sido siempre tu ilusión, ¿verdad?
La tarde transcurrió en animada charla. Casi de noche se despidieron, quedando en volver pronto a verse. Volvió a su apartamento. Se sentía cansado. Sin saber por qué pensó en llamar a su madre, aunque no quería verla pues no le gustaba su nuevo marido. Era una mujer a la que le gustaba mucho salir, divertirse, y había estado varias veces ausente de su vida. Fue su padre quien le transmitió el amor por las letras. Recordó cómo él, cuando era un niño, lo sentó una tarde en sus rodillas frente a su escritorio de madera negra de caoba y le enseñó a escribir el cuento de un niño valiente que le marcó su vida. Le brotaron unas lágrimas en recuerdo de su amado padre, que se marchó un frío día de invierno de un ataque al corazón.
Telefoneó a su madre. Su voz le respondió, despreocupada como siempre:
―Hijo, ¿cómo estás? Iba a llamarte mañana pues nos vamos de viaje a un crucero por el Mediterráneo.
―Me alegro, mamá, que te lo pases bien y disfrutes mucho, un beso.
―Gracias, hijo, pero ¿me llamabas por algo en especial?
―No, mamá, por nada, no te preocupes…
―Bueno, pues un beso, ya te contaré cuando vuelva.
Varios días, recibió por la mañana el llamado de su editor que lo citaba para hablar de su obra. A la mañana siguiente entraba en el gran edificio. Saludó a la secretaria, que lo hizo pasar al despacho de su jefe. Allí lo esperaba su editor, serio como siempre. Se puso de pie para saludarlo, volvió a sentarse, metió una mano en el cajón de la derecha de su escritorio y como una explosión tiró el relato sobre la mesa.
―¿Tú crees que esta historia vende, Alejandro? Se han escrito ríos de tinta sobre historia parecidas. Esto no es comercial, es una bazofia. ¡Yo mismo te mandé a un congreso de escritores para que conocieras a los amigos de tu padre, pero tú estabas ocupado recogiendo a una mendiga de las calles de Madrid y te la llevaste al hotel de mi amigo, y además lo quisiste denunciar si no la atendía! No me lo puedo creer.
El joven acusó la reprimenda:
―Sí, recogí a una mendiga, y volvería a hacerlo. Y a tu amigo del hotel no le debo nada, le pagué todas las facturas, ¿de qué puede tener queja?
El editor siguió con su voz grave:
―No te pareces a tu padre en nada, él todo lo que escribía lo vendía, tenía olfato literario, y comercial, además.
Alejandro, ya ofendido, replicó con fuerza:
―Entonces tú no publicas lo mío por mí sino por mi apellido. Quiere decir que no soy escritor, que no valgo nada, según tú. ¿Pues sabes qué te digo? Que si no quieres publicarme esta historia, me da igual, lo haré yo aunque sea con mi propio dinero. Y no voy a cansarme hasta que la vea en las librerías.
―Pues eso, ve y gasta el dinero que tu padre te dejó en editar esa bazofia de mendicidad callejera.
Ya harto de discutir, Alejandro cerró la discusión con estas palabras:
―Has lo que tú quieras, pero esta historia se dará a conocer de alguna manera, cueste lo que cueste. Y no tengo más que decir. Conozco el camino.
El editor se quedó pensando en voz baja, triturando cada palabra.
―El mismo genio de su padre, son como dos gotas de agua. Lo que quería publicar, lo publicaba, no sé cómo hacía para convencerme, siempre se salía con la suya. Si habremos discutido… Y ahora, su hijo, igual.
En la calle, Alejandro se subió el cuello de la chaqueta y se perdió calle abajo, entre la niebla.










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