sábado, 4 de julio de 2015

Con el corazón de Eva

CON EL CORAZON DE EVA

–Mamá, me voy –dijo Eva cogiendo su abrigo.
 –Hija, ¿tan pronto? –preguntó, extrañada, la madre.
 –Sí, mamá, Álex me espera –dijo Eva ya en la puerta.
 –Espera, deja que te vea. Estás muy guapa con el vestido nuevo.
  –Sí, me lo he puesto porque Álex me va a llevar a cenar a un restaurante muy bello y muy moderno, de ésos que hacen cocina de diseño.
   –Me parece bien, hija.
   –¡Eva, vámonos ya! –apuró Álex desde la calle mientras encendía el motor de la moto.
   –Me voy, mamá, me está llamando.
   –Sí, ya lo he escuchado. Ten mucho cuidado con la moto –dijo preocupada la madre.
  –Tranquila, mamá, no me va a pasar nada –contestó Eva.
 –Adiós, hija, que te diviertas.
 –Adiós, mamá.
 La vio salir de casa con ese negro pelo suelto, bella como una rosa, alta, morena y delgada. A sus 17 años era muy responsable. El no haber tenido un padre a su lado la hizo ser más madura para su edad. Cursaba segundo de bachiller y se preparaba con gran ilusión para las pruebas de acceso a la universidad, pues quería ser economista. Sabía que era muy difícil por los escasos medios de su madre, pero ella trabajaría y así se ayudaría a sacar adelante la carrera.
 Media hora había pasado desde que se fue. La madre preparaba la cena cuando sintió un pinchazo en el corazón. Fue una sensación muy extraña pero no quiso echarle cuentas, cogió su plato y se fue hacia el salón. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Se asustó, no supo bien por qué. Su hija no podía ser porque tenía llave. Al abrir la puerta de calle se quedó paralizada, como si hubiera visto un espejismo. Era la Guardia Civil. 
   –Buenas noches, señora, ¿es usted Ana Delgado? –preguntó seriamente uno de los agentes, de aspecto frío y amargado, sus ojos grises le hacían parecer recién llegado del hielo.
   –Buenas noches, sí, ¿qué sucede?
   –¿Su hija se llama Eva Delgado? –preguntó el segundo guardia civil, más bajito y con una mirada más amable que el primero.
   –Sí, ¿qué le ha pasado? –volvió a preguntar Ana, cada vez más impaciente.
   –Lo siento, señora, su hija ha tenido un accidente de tráfico, hemos venido a comunicarle la noticia y a acompañarla al hospital.
  Todo le daba vueltas, su cara se había vuelto más blanca y sus ojos se humedecieron al instante.
   –¿Cómo ha sido? –fue lo único que se atrevió a preguntar.
   –Un coche los atropelló en un cruce, el conductor se ha dado a la fuga.
   –¿Y el joven que iba con mi hija?
   –Está muy grave y también lo trasladaron al hospital.
   –Vamos, no perdamos más tiempo, coja usted un abrigo –dijo el de los ojos grises.
   Ana cogió su abrigo, dio un portazo a la puerta y se subió sin perder un instante en el coche de la Guardia Civil. El camino al hospital se le hizo eterno, parecía no llegar nunca. Los agentes la acompañaron a la sala de espera de urgencias.
   –Siéntese aquí, señora Delgado, pronto vendrá un médico y le dirá cómo está su hija –le dijeron.
   –¿Tardará mucho en venir? –preguntó Ana, aún sin asimilar lo que estaba sucediendo.
   –No creo que tarde.
   Minutos después apareció el médico. Primero habló con los guardias que seguidamente se despidieron y se marcharon. El médico se aproximó al sitio donde estaba sentada Ana.
   –Señora, su hija ha tenido un accidente muy grave –le dijo.
   –¿Cómo está mi hija? Dígame doctor, ¿cómo está? ¿Está muerta, doctor?
   El médico le echó el brazo por encima para que se tranquilizara y habló muy despacio.
   –Señora, su hija está clínicamente muerta –dijo el doctor con voz firme y clara.
   –¿Qué quiere decir con eso?
   –Mire, su hija ha recibido un golpe muy fuerte en la cabeza y ha quedado en coma.
   –Pero… ¿Hay alguna manera de que mejore?
   –No, no hay ni una gota de esperanza, los daños son irreversibles, quedará en estado vegetativo toda la vida. La sostienen las máquinas, pero tarde o temprano ni las máquinas podrán impedir que su fuerte corazón pierda su  vitalidad.
   Ana estalló en sollozos. No se lo podía creer. Su hija, su única hija, la había perdido y no había marcha atrás.
   El médico esperó unos minutos. Después dijo:
   –Quiero pedirle un favor, señora.
   –¿Qué tipo de favor?
   –Soy consciente de que éste no es el momento apropiado, y tendrá que disculparme si no soy delicado al pedírselo, pero hay muchos pacientes en condición crítica y con posibilidades de recuperación si se los sometiera a un trasplante. Su hija no tiene ninguna posibilidad y sus órganos están en buen estado. ¿Sería usted capaz de donarlos? No quiero ni es mi deber presionarla, pero sí es mi deber velar por aquellos pacientes que dependen de la generosidad de personas como usted, señora. Piense cuántas vidas salvaría.
   –No sé qué hacer, estoy muy confusa.
   –Lo puedo imaginar, lo sé por experiencia, yo sufrí lo mismo hace cinco años. La voy a dejar sola para que lo piense. Su hija está por aquí, sígame, por favor.
   Llegaron a un pasillo, el médico abrió la puerta de una habitación y allí Ana vio a su hija, acostada, rodeada de sondas y máquinas que emitían rítmicos sonidos. Su cabeza estaba vendada, pero por la expresión de su rostro parecía no sufrir, como si nada le hubiera sucedido.
   –La dejo, vendré dentro de unos minutos.
   El doctor se marchó. Ana quedó sola. Echaba de menos tener a una persona a su lado que la confortara, le cogiera la mano y le diera calor. Entonces recordó al  padre de su hija, el hombre al que ella tanto quiso.

                                ********************  

   Era  una niña y vivía con su tía que regentaba una pensión en el centro de Sevilla, en un barrio de calles coquetas, muy estrechas y antiguas. Ana la ayudaba a limpiar las habitaciones y encargos menores. Una noche, su tía le pidió:
   –Ve a la habitación 19 y llévale al cliente esta almohada.
   –Sí, tita, ahora mismo.
    Ana tocó a la puerta, esperó unos minutos, entonces la puerta se abrió y apareció  un hombre moreno, de unos 26 años, muy alto, de ojos negros y piel blanca. Ana notó por sus rasgos que no era del sur. Él la hizo pasar, ella dejó en la cama lo que llevaba en su mano y lo miró. Fue sólo un instante pero algo se despertó en su corazón. Era muy joven para darse cuenta de que aquello era amor a primera vista.
   –Vaya, si eres sólo una niña, ¿cómo es que estás trabajando aquí? –preguntó él sorprendido.
   –No, sólo ayudo a mi tía. Y usted, ¿trabaja o sólo está de paso?
   –No me digas usted, que me haces sentir un viejo –y soltó una risa burlona–. Yo estoy aquí por trabajo, soy arquitecto y he venido a construir un edificio.
   –Vaya, eso está muy interesante. Bueno, me voy ya, buenas noches.
   –Espera, ¿cómo te llamas?
   –Me llamo Ana.
   –Yo me llamo Antonio. Ya nos veremos otro día, buenas noches.
   –Buenas noches.
   La joven salió de la  habitación. Flotaba como si la sostuviera una nube. Qué hombre tan guapo, se decía a sí misma.
   Al otro día se cruzaron en una calle cerca de la pensión.  
   –Ana, ¿qué haces por aquí?
   –Estoy haciéndole un recado a mi tía.
   –¿Quieres un café, o qué te apetece tomar?
   –Nada, tengo que ir  a casa, si tardo mucho se enfadará.
   –Bueno, como quieras, ya nos veremos. Adiós, Ana.
   –Adiós.
   Él la vio alejarse, fijó en ella su mirada suave, hasta perderse tras una esquina, entre la gente. ¿Qué le pasaba con aquella chiquilla –se repetía–, si es sólo una niña, o me estoy enamorando de ella? Él movió la cabeza, como si pudiera sacudirse esos pensamientos.
   No pasaba un día sin verla cuando se iba o al volver. El amor comenzaba a nacer dentro de él, pero no debía dejar que creciera, pues ella era sólo una niña.
   Siempre pedía algo en la pensión con la esperanza de que la enviaran a ella. A veces tenía suerte. Después de cinco meses, una noche la vio venir por el pasillo y la llamó.
   –Ana, deseo hablar contigo.
   Entraron en la habitación. Él estaba nervioso, le costaba creer que lo que sentía por ella pudiera estar ocurriéndole.
   –Ana, no puedo luchar contra mis sentimientos. No vivo si no te veo. Estoy nervioso cuando estoy cerca de ti. Mi corazón se acelera cuando estás a mi lado. Me gustas, Ana, me gustas mucho.
   Ana sintió vergüenza pero dijo con su voz suave:  
   –A mí también me gusta usted.
   –¿Qué edad tienes?
   –Tengo 16 años.
   Diez años más joven que él. Estaba loco por haberse enamorado de ella. Aquella noche perdió la cabeza. La besó, la acarició y vio su amor correspondido por las tímidas caricias de ella. Ana sintió algo bello y abrasador, que él la quería y creyó morir en su abrazo.  
   Siempre recordaría que aquella noche él la trató con respeto y una inmensa ternura

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